"Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío"   Don Quijote de la Mancha

miércoles, 16 de noviembre de 2011

La corrupción del poder

Quien está en política por un motivo exclusivamente vocacional, no esperando de ella nada a cambio más que la satisfacción, el placer y el gusto de poder contribuir a mejorar el bienestar de los ciudadanos, resulta absolutamente frustrante escuchar cómo algunas personas afirman rotundamente que el poder corrompe irremediablemente a toda persona que lo posee. No estando de acuerdo en absoluto con esta afirmación, - ya que de lo contrario, quien escribe este artículo no estaría afiliado a un partido político -, trataré de argumentar las razones por las cuales considero que el poder y la corrupción no siempre son fieles compañeros.

Pero para ello debo comenzar por explicar lo que se entiende por “poder” y por “corrupción”, para que todos aquellos que lean este artículo, tengan el mismo concepto de estos dos términos. Según Max Weber, “poder significa la posibilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa posibilidad”. Y se entiende por corrupción, la utilización inadecuada del poder con el objeto de obtener algún beneficio personal.

Por tanto, la idea de corrupción va asociada indisolublemente a la idea de beneficio personal, no pudiendo darse la existencia de la primera sin la segunda, o dicho de otro modo, sin beneficio personal no puede haber corrupción. De manera que si supiéramos qué es este tercer concepto que estamos manejando,- el beneficio personal - y por qué se obtiene, estaríamos en condiciones de impedir alcanzarlo, y por tanto no podría darse la existencia de la corrupción.

Pero para hablar de este tercer concepto, es necesario recurrir a los clásicos, que desde hace mucho tiempo, constituyen una fuente inagotable de sabiduría. Decía Aristóteles en su Ética a Nicómaco que “el bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden”, - por ejemplo la salud es a lo que la medicina tiende y la riqueza es a lo que la economía tiende, siendo por tanto bienes, la salud y la riqueza -. Al ser una ética teleológica - de fines -, asocia el fin o bien supremo a aquel que queremos por sí mismo y a todos los demás por él, y este no es otro que la felicidad. Es decir, según su criterio todos los seres humanos tienen como máxima aspiración encontrar la felicidad, - afirmación que sigue vigente en la actualidad -. Pero continúa diciendo que éstos la buscan allí donde no está – el pobre la busca en la riqueza, el enfermo en la salud, unos en los honores, otros en los placeres…- concluyendo finalmente que la felicidad consiste en una actividad del alma según la razón o conforme a la virtud; esto es, la vida contemplativa.

¿Cómo son esos beneficios  personales obtenidos mediante actos de corrupción? Son siempre riquezas: grandes cantidades de dinero, terrenos u otras propiedades, regalos, grandes lujos, etc. ¿Y por qué o para qué se adquieren? De acuerdo a lo dicho anteriormente, para alcanzar o aumentar nuestro grado de felicidad. De esta manera ya están relacionados los cuatro conceptos fundamentales manejados en este artículo. El poder está relacionado con la corrupción en la propia definición de ésta, la corrupción está relacionada con los beneficios personales en la propia definición de aquella, y los beneficios personales están relacionados con la felicidad porque la adquisición de aquellos tiene como único objeto el alcance de ésta.

Por tanto, parece evidente, que aquellas personas que tengan la cualidad de necesitar o ser amantes de las grandes riquezas y lujos para alcanzar la felicidad, son potencialmente más corruptibles que aquellas que no lo necesiten. Parece evidente también que esta cualidad personal no es deseable para ocupar un cargo político. Pero entiéndaseme bien. No digo que quien tenga esta cualidad sea necesariamente corrupto si ocupase un cargo de este tipo, ni siquiera digo que esta cualidad no sea deseable en una persona, sino que afirmo que no es deseable en una persona que ocupe un cargo político, porque aumenta el riesgo, la probabilidad de que se corrompa.

Sin embargo, esta conclusión no es suficiente para demostrar mi propósito inicial, que no era otro que el de afirmar que el poder no corrompe necesariamente a toda persona que lo posee. Y no es suficiente, porque esta conclusión ayuda a minimizar el riesgo o la probabilidad de la corrupción, pero no garantiza su no existencia. Para esto último, para convencernos de que se puede llegar a tener un gran poder sin beneficiarse personalmente de él, es necesario recurrir de nuevo a los clásicos – esta vez a uno más moderno -, para hablar sobre la ética deontológica kantiana, el deber, y los imperativos categóricos.

En su Fundamentación de la metafísica de las costumbres comienza Kant diciendo que lo único que existe en este mundo e incluso fuera de este mundo que se pueda considerar como bueno sin restricción es una buena voluntad. Y ésta, no es buena por lo que realice, ni por su adecuación para lograr un fin determinado, sino exclusivamente porque actúa por amor al deber. Y nuestros principios morales, – esas normas que rigen nuestra conducta -, cuando se rigen por el concepto del deber se convierten en imperativos categóricos, que no son otra cosa que leyes morales, universales, válidas para todos y en cualquier circunstancia, siendo el imperativo categórico por excelencia el siguiente: “Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne en ley universal”.

Kant nos proporciona todo lo que necesitamos para no caer en las manos de la corrupción. Aplicar a la política una ética del deber, teniéndola presente y utilizándola siempre en la medida de lo posible, nos alejará irremediablemente de la corrupción, porque la utilización inadecuada del poder con el objeto de obtener algún beneficio personal no forma parte de ninguno de los deberes que tiene una persona que ocupe un cargo político.

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