Para comprender la historia que os voy a contar, es
necesario tener en cuenta el siguiente dato sacado de wikipedia:
Según el Informe de Desarrollo Humano de 2014 del Programa de Naciones
Unidas para el Desarrollo (PNUD) uno de cada cinco habitantes del mundo vive en situación
de pobreza o pobreza extrema. Es decir, 1.500 millones de personas no tienen
acceso a saneamiento,
agua
potable, electricidad, educación básica o al sistema
de salud, además de soportar carencias económicas incompatibles con una
vida digna.
Vivir en una situación de pobreza extrema en un país
subdesarrollado implica vivir con menos de 1,25$ al día. En 1990 había
aproximadamente el doble de personas en situación de pobreza extrema, es decir
3.000 millones. Pero esto no quiere decir que 1.500 millones de personas hayan
salido de la pobreza. Lo que quiere decir es que 1.500 millones viven al día
con más de 1,25$, por lo que muy probablemente haya millones de personas que
saliendo de esa pobreza extrema vivan con 1,50$ al día.
Érase una vez, un pequeño país muy muy rico situado en un
lugar muy poco visitado por el hombre civilizado. En Minerolandia, que así se
llamaba el país, vivía un poblado de unas 200 personas llamadas minerolandeses,
todas ellas muy muy pobres. Vivían con un dólar al día, a pesar de que en el
subsuelo de su país había cientos de toneladas de valiosísimos minerales. Debido
a su pobreza, los minerolandeses nunca habían ido a la escuela, nunca habían
recibido ningún tipo de educación y, aunque eran conscientes de que debajo sus
suelos había algo muy valioso, no sabían qué hacer con ello, no sabían para qué
podría servir, no sabían, en definitiva, utilizarlo para fabricar algún tipo de
bien.
Vivían de la agricultura gracias a las enormes extensiones
de terreno de las que disponían. Con mucho esfuerzo y sacrificio, conseguían
obtener un excedente agrícola que vendían al país vecino, muy cercano ya que los
habitantes de Minerolandia habían construido su poblado al lado de la frontera.
Pero los minerolandeses estaban cansados; cansados de trabajar todos los días
desde el amanecer hasta el anochecer, de trabajar exclusivamente con las manos por
no disponer de ningún tipo de maquinaria ni tecnología, cansados sobre todo, de
llevar desde siempre viviendo en la miseria y por tanto de formar parte de esa
lista de países que viven en la pobreza extrema. Ellos sabían que eran uno de
los pueblos con mayor pobreza del mundo pero no encontraban la manera de salir
de ella.
Un buen día aterrizó sobre el país una avioneta. Ante un
acontecimiento tan novedoso, los minerolandeses se acercaron al lugar del
aterrizaje y vieron salir del aparato a un hombre muy bien vestido. Al bajar de
la avioneta, el norteamericano como supieron posteriormente, les propuso un
trato: “sé que debajo de estas enormes tierras tenéis algo que yo podría
utilizar. Si me dejáis extraerlo, os daré a cada uno de vosotros 2$ al día
mientras dure la extracción”.
Las palabras del norteamericano provocaron todo un revuelo
entre la población. Todos se mostraban felices, agradecidos, incrédulos ante la
suerte que acababan de tener; todos menos uno porque la persona más anciana del
lugar, al escuchar lo que decían sus vecinos mientras permanecía sentado sobre
una piedra, se levantó y les dijo: “No aceptéis semejante burla, no permitáis
extraer lo que tenemos debajo de nuestras tierras. Tened en cuenta que…” pero
sin dejarle terminar, un hombre que se encontraba al lado de él, lo cogió por
la solapa, lo zarandeó y le dijo: “Pero, ¿Qué dices viejo loco? ¿Cómo no vamos
a aceptar el trato? ¿Quieres que sigamos viviendo en la miseria? ¿Acaso no es
mejor vivir con 2$ al día que estar trabajando todo el día para ganar solamente
1$? ¡Ahora tenemos la oportunidad de vivir toda nuestra vida sin trabajar
porque debajo de nuestras tierras hay cantidades infinitas de minerales! ¡Además
viviremos mejor, con más dinero, y aunque siga siendo muy poco al menos es más
de lo que tenemos! ¡Vete para tu casa y déjanos en paz!
El anciano que no se encontraba con suficiente fuerza para
rebatirle, se dio media vuelta y se volvió al poblado. Mientras tanto, los
minerolandeses le dijeron al norteamericano que podía empezar cuando quisiera
siempre y cuando cumpliera su promesa de pagarles a cada uno 2$ diarios
mientras dure la extracción.
.- Estupendo, mañana mismo empezaré –dijo el norteamericano-
y mañana mismo comenzaré a daros el dinero a primera hora de la mañana.
Al día siguiente y cumpliendo con lo previsto, los
minerolandeses recibieron su dinero a primera hora de la mañana y el
norteamericano junto a sus ayudantes comenzaron a extraer los minerales de las
tierras situadas a las afueras del poblado. Comenzó así un período de cuatro
años en los que los habitantes de Minerolandia recibían diariamente 2$ sin
hacer nada, viviendo totalmente despreocupados, sin importarles en absoluto lo
que hacía el norteamericano. A decir
verdad, solamente tenían una preocupación: recibir su dinero diariamente y no
hacer nada.
Un año después, los medios de comunicación de todo el mundo
hablaban “del milagro”: la economía norteamericana estaba creciendo a un ritmo
increíble, las empresas de construcción subían en bolsa como la espuma, el
desempleo disminuía.
.- “¡Esto no es un milagro, esto es el capitalismo!” –decía
el gobernador de Washington. “¡El capitalismo nos ha permitido tener trabajo,
ser más ricos, vivir mejor! ¡Larga vida al capitalismo!” –decía.
El gobernador de Nueva York decía: ¡Los minerolandeses han
salido por primera vez en su historia de la extrema pobreza, y ha tenido que
ser el capitalismo el que lograra esto! ¡Viva el capitalismo y viva EEUU!
Así discurrieron tres años más. La economía norteamericana
crecía y crecía, la gente invertía en bolsa para ganar más dinero, compraban
casas, automóviles, tecnología, gastaban cantidades ingentes de dinero en
viajes de placer. EEUU estaba viviendo, quizás, su época de mayor esplendor.
Mientras tanto en Minerolandia todo seguía igual. La
felicidad reinaba porque los ingresos que les daban el norteamericano les
permitían ir al poblado vecino a comprar aquello que necesitaban. Adquirían
exclusivamente lo justo y necesario para sobrevivir, ya que con 2$ al día,
aunque los precios de los bienes eran muy bajos, no podían permitirse nada más
que lo exclusivamente imprescindible.
Pero un buen día, cuando los minerolandeses se despertaron,
no vieron depositados en la entrada de sus chabolas los 2$ que durante 4 años
llevaban recibiendo. Extrañados, se reunieron, y fueron a visitar al
norteamericano a los terrenos en los que estaba trabajando. Cuando llegaron
allí, se encontraron con algo completamente inesperado, con un paisaje
absolutamente desolador. El norteamericano se había ido junto a sus ayudantes y
sus máquinas, pero lo peor de todo es que lo que antes eran grandes extensiones
de cultivos ahora no era más que rocas, terrenos completamente destrozados e
inservibles y un sinfín de restos de agentes químicos que hacía de aquello un
lugar irrespirable.
Ante tal panorama, los minerolandeses, sin saber qué hacer
ni decir, recordaron que cuatro años antes, el más anciano del poblado les
había aconsejado no aceptar el trato del norteamericano. Dirigiendo todos la
mirada hacia él y esperando escuchar algunas palabras suyas, el viejo dijo: “Esto
era lo que os quería haber dicho en su día y no me habéis dejado. Pensasteis
que un desconocido iba a venir a arreglaros la vida, pero el desconocido vino a
arreglar la suya y a arruinar la nuestra. Hoy, ya no tenemos dinero… y tampoco
tierras”.
Así que los minerolandeses no tuvieron más remedio que
emigrar al país vecino y volver a trabajar allí en el campo por menos dinero de
lo que ganaban cuando trabajaban en su país. El norteamericano se hizo multimillonario
pero EEUU comenzó poco a poco a ralentizar su crecimiento económico; los
minerales se habían acabado, las empresas no podían ser tan productivas y por
tanto el desempleo empezó a aumentar. Las deudas acumuladas por los ciudadanos
durante los años anteriores ya no se podían pagar y la economía estadounidense
volvió a revivir el infierno de 1929.