"Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío"   Don Quijote de la Mancha

lunes, 21 de noviembre de 2011

UPyD. Una clara promesa

El partido que lidera Rosa Díez tiene motivos más que suficientes para estar satisfecho con el resultado que los ciudadanos le han dado en las elecciones del 20-N. Con 5 diputados y más de 1.140.000 votos, el partido magenta ha tenido una progresión asombrosa respecto a las elecciones generales del 2008. Con solamente cuatro años de vida, UPyD se ha convertido en la cuarta fuerza más votada, consiguiendo aumentar el número de votos en todas las provincias, llegando a conseguir incluso en alguna de ellas, multiplicar por siete el resultado anterior. Solamente un puñado más de votos habría permitido a esta formación obtener un éxito rotundo con la consecución del deseado grupo parlamentario.

Pero estas elecciones han puesto de manifiesto una vez más, la urgente necesidad de cambiar nuestra ley electoral. Un sistema representativo que permite tener mayor representación parlamentaria con menor número de votos, significa claramente, un engaño para muchos ciudadanos que observan cómo su voto tiene diferente valor dependiendo del lugar geográfico en el que residan. Es totalmente incompresible que un partido - Amaiur en este caso - haya conseguido un mayor número de diputados con una cuarta parte aproximadamente de votos obtenidos. 

A pesar de esto, debemos saber que UPyD es un corredor de fondo. Un partido que con un bajo presupuesto para la campaña electoral y una escasa presencia en los medios de comunicación, ha conseguido transmitir a más de un millón de personas, la necesidad de emprender unas reformas absolutamente necesarias y justas, unas reformas, que sin las cuales, resulta muy difícil sacar a este país de la situación tan crítica en la que se encuentra en un plazo razonable de tiempo. Es por ello por lo que UPyD representa una gran promesa, porque ha conseguido mucho con muy poco, y por tanto, tiene muchas posibilidades en un futuro no muy lejano, de desplazar al PSOE y convertirse en la principal fuerza socialdemócrata de nuestro país. Así será si Rosa Díez – junto con sus nuevos cuatro compañeros en el congreso – muestra la misma tenacidad, el mismo empeño y la misma decisión que ha tenido durante estos últimos cuatro años, para exponer y exigir al gobierno del PP las reformas que durante varios años lleva proponiendo, propuestas en las que UPyD ha sido pionero y con las que muchos ciudadanos simpatizantes de otros partidos están absolutamente de acuerdo. UPyD, con su buen hacer, ya ha conquistado la calle, y ha dado por tanto el primer paso y el más importante para conquistar el parlamento.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

¡Vota con cabeza!, ¡Vota con criterio!

Estamos en plena campaña electoral y son muchos los ciudadanos que manifiestan su desencanto y malestar con la política, su hartazgo con unos dirigentes que no han sabido asumir la responsabilidad política que desde hace algunos años los ciudadanos les han otorgado. Es cierto que resulta absolutamente imprescindible ser exigentes con nuestros representantes, ser críticos con nuestros gobernantes, pero creo que no es menos cierto, que para cambiar el actual escenario político, es absolutamente necesario que los ciudadanos hagamos autocrítica y examinemos cómo es nuestra relación con la política.

Decía Ortega que “ser de izquierdas es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil; ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral.” La frase puede servir como preludio para explicar el hecho y la causa de que algunos ciudadanos tengan con la política una relación que dista mucho de ser natural y adecuada, porque hay quienes se fijan exclusivamente en las marcas o etiquetas, y muy poco en los contenidos.

Para algunos ciudadanos, la marca PSOE o la marca PP parece ser suficiente para otorgarle su confianza, no pareciendo importar mucho las propuestas, el programa o la trayectoria política que ha tenido el partido. Parece como si el hecho de que un partido diga o se considere ser de izquierdas o derechas, sea suficiente para una persona de izquierdas o derechas respectivamente, no siendo necesario nada más. Y señores ciudadanos: ¡la política no es fútbol! Uno es del Sporting, del Madrid o del Barça, y lo es hasta el fin de sus días, y defiende a su equipo allí donde va, juegue bien o juegue mal, ¡porque es su equipo! Y eso es así porque el futbol tiene mucho que ver con los sentimientos, con el corazón. Pero la política es algo muy diferente. La política no entiende ni debe entender de sentimientos. La política únicamente debe entender de razones. Y quien vota a un determinado partido que se considera o dice ser de izquierdas o de derechas, simplemente porque él (el ciudadano) es de izquierdas o de derechas, no parece ser una razón inteligente.

Pero tampoco nos engañemos. Estos prejuicios o complejos que tienen algunos ciudadanos no se los han creado ellos mismos. Ya hace mucho que los partidos mayoritarios comenzaron a utilizar deliberadamente el miedo como arma electoral. Muchos recordarán cómo en las campañas electorales de finales de los 80 y principios de los 90, el PSOE trataba de movilizar a su electorado advirtiendo de la importancia de ir a votar, ante el riesgo de que gobernara la derecha, de que llegaran tiempos duros y la España franquista. Y el hecho se repitió cuando el PP llegó al gobierno en el 96. Advirtió a su electorado de la importancia de ir a votar, para evitar el regreso de los GAL y la corrupción. Y ni la España franquista llegó, ni la corrupción estaba solamente en el PSOE. No obstante, y al menos, hay que reconocer a su favor, que les ha salido muy bien, porque han obtenido una gran rentabilidad gracias a la gran fidelidad que algunos electores les han concedido.

¡Ciudadanos!, ¡asumamos nuestra responsabilidad política y votemos con cabeza y con criterio! No se trata de votar a un determinado partido, sino de votar a aquel que realmente lo merece, por sus hechos y no por su marca. Solamente cuando comencemos a saber premiar al partido que merece ser premiado y a castigar al partido que merece ser castigado empezarán a cambiar las cosas. Elige tu partido y valora su programa, sus propuestas, su trayectoria política. Valora si el partido se ha preocupado por conocer los problemas de los ciudadanos, si se ha molestado en resolverlos, si ha dicho la verdad o ha mentido en los asuntos más importantes, si ha sabido asumir responsabilidades, si ha sabido tomar decisiones en los momentos más críticos, si ha tomado acciones ejemplarizantes ante casos de corrupción, etc., etc. Si tu valoración es positiva ¡vótale!, pero si no lo es ¡no le votes!. Solamente cuando los ciudadanos asumamos nuestra responsabilidad política y votemos con cabeza, tendremos gobernantes dignos de estar a nuestro servicio.

La corrupción del poder

Quien está en política por un motivo exclusivamente vocacional, no esperando de ella nada a cambio más que la satisfacción, el placer y el gusto de poder contribuir a mejorar el bienestar de los ciudadanos, resulta absolutamente frustrante escuchar cómo algunas personas afirman rotundamente que el poder corrompe irremediablemente a toda persona que lo posee. No estando de acuerdo en absoluto con esta afirmación, - ya que de lo contrario, quien escribe este artículo no estaría afiliado a un partido político -, trataré de argumentar las razones por las cuales considero que el poder y la corrupción no siempre son fieles compañeros.

Pero para ello debo comenzar por explicar lo que se entiende por “poder” y por “corrupción”, para que todos aquellos que lean este artículo, tengan el mismo concepto de estos dos términos. Según Max Weber, “poder significa la posibilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa posibilidad”. Y se entiende por corrupción, la utilización inadecuada del poder con el objeto de obtener algún beneficio personal.

Por tanto, la idea de corrupción va asociada indisolublemente a la idea de beneficio personal, no pudiendo darse la existencia de la primera sin la segunda, o dicho de otro modo, sin beneficio personal no puede haber corrupción. De manera que si supiéramos qué es este tercer concepto que estamos manejando,- el beneficio personal - y por qué se obtiene, estaríamos en condiciones de impedir alcanzarlo, y por tanto no podría darse la existencia de la corrupción.

Pero para hablar de este tercer concepto, es necesario recurrir a los clásicos, que desde hace mucho tiempo, constituyen una fuente inagotable de sabiduría. Decía Aristóteles en su Ética a Nicómaco que “el bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden”, - por ejemplo la salud es a lo que la medicina tiende y la riqueza es a lo que la economía tiende, siendo por tanto bienes, la salud y la riqueza -. Al ser una ética teleológica - de fines -, asocia el fin o bien supremo a aquel que queremos por sí mismo y a todos los demás por él, y este no es otro que la felicidad. Es decir, según su criterio todos los seres humanos tienen como máxima aspiración encontrar la felicidad, - afirmación que sigue vigente en la actualidad -. Pero continúa diciendo que éstos la buscan allí donde no está – el pobre la busca en la riqueza, el enfermo en la salud, unos en los honores, otros en los placeres…- concluyendo finalmente que la felicidad consiste en una actividad del alma según la razón o conforme a la virtud; esto es, la vida contemplativa.

¿Cómo son esos beneficios  personales obtenidos mediante actos de corrupción? Son siempre riquezas: grandes cantidades de dinero, terrenos u otras propiedades, regalos, grandes lujos, etc. ¿Y por qué o para qué se adquieren? De acuerdo a lo dicho anteriormente, para alcanzar o aumentar nuestro grado de felicidad. De esta manera ya están relacionados los cuatro conceptos fundamentales manejados en este artículo. El poder está relacionado con la corrupción en la propia definición de ésta, la corrupción está relacionada con los beneficios personales en la propia definición de aquella, y los beneficios personales están relacionados con la felicidad porque la adquisición de aquellos tiene como único objeto el alcance de ésta.

Por tanto, parece evidente, que aquellas personas que tengan la cualidad de necesitar o ser amantes de las grandes riquezas y lujos para alcanzar la felicidad, son potencialmente más corruptibles que aquellas que no lo necesiten. Parece evidente también que esta cualidad personal no es deseable para ocupar un cargo político. Pero entiéndaseme bien. No digo que quien tenga esta cualidad sea necesariamente corrupto si ocupase un cargo de este tipo, ni siquiera digo que esta cualidad no sea deseable en una persona, sino que afirmo que no es deseable en una persona que ocupe un cargo político, porque aumenta el riesgo, la probabilidad de que se corrompa.

Sin embargo, esta conclusión no es suficiente para demostrar mi propósito inicial, que no era otro que el de afirmar que el poder no corrompe necesariamente a toda persona que lo posee. Y no es suficiente, porque esta conclusión ayuda a minimizar el riesgo o la probabilidad de la corrupción, pero no garantiza su no existencia. Para esto último, para convencernos de que se puede llegar a tener un gran poder sin beneficiarse personalmente de él, es necesario recurrir de nuevo a los clásicos – esta vez a uno más moderno -, para hablar sobre la ética deontológica kantiana, el deber, y los imperativos categóricos.

En su Fundamentación de la metafísica de las costumbres comienza Kant diciendo que lo único que existe en este mundo e incluso fuera de este mundo que se pueda considerar como bueno sin restricción es una buena voluntad. Y ésta, no es buena por lo que realice, ni por su adecuación para lograr un fin determinado, sino exclusivamente porque actúa por amor al deber. Y nuestros principios morales, – esas normas que rigen nuestra conducta -, cuando se rigen por el concepto del deber se convierten en imperativos categóricos, que no son otra cosa que leyes morales, universales, válidas para todos y en cualquier circunstancia, siendo el imperativo categórico por excelencia el siguiente: “Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne en ley universal”.

Kant nos proporciona todo lo que necesitamos para no caer en las manos de la corrupción. Aplicar a la política una ética del deber, teniéndola presente y utilizándola siempre en la medida de lo posible, nos alejará irremediablemente de la corrupción, porque la utilización inadecuada del poder con el objeto de obtener algún beneficio personal no forma parte de ninguno de los deberes que tiene una persona que ocupe un cargo político.

Exigencias y garantías

Me he preguntado muchas veces por las garantías que como ciudadano me debería ofrecer nuestro Estado social y democrático de Derecho cuando, mediante unas elecciones electorales o un nombramiento a dedo, otro ciudadano se convierte en presidente – de un gobierno o Comunidad Autónoma -, o en ministro. Me lo he preguntado muchas veces porque en otros asuntos de la vida pública que también me afectan directamente al igual que la política, SÍ las tengo. Por ejemplo, en nuestro sistema público de salud, además de poder elegir a tu médico de cabecera tienes la certeza de que vas a ser atendido por una persona que está capacitada para realizar un diagnóstico de tus problemas y ofrecerte una solución que te libre de ellos. Tienes esa certeza porque para ejercer como médico debes demostrar que has obtenido una titulación académica que garantiza que posees los conocimientos necesarios para ejercer esa profesión. En nuestro sistema educativo ocurre exactamente lo mismo, un docente no puede dar clase de una determinada materia si no demuestra que tiene los conocimientos necesarios para ello. Y los funcionarios de la administración pública han tenido que superar unas oposiciones que les acreditan las aptitudes requeridas para el puesto de trabajo al que aspiran.

Sin embargo en política no es, ni debe ser así. Determinadas titulaciones académicas pueden llegar a ser muy convenientes, aunque creo que no son imprescindibles y además, estoy convencido de que poseerlas no es suficiente. La política es algo muy complejo. Puedes aplicar satisfactoriamente una solución a un problema determinado en un momento concreto y provocar un auténtico desastre aplicando la misma solución al mismo problema en otro momento determinado. Esto es debido a los parámetros que afectan a sus problemas, que son innumerables y están en continuo cambio. La demostración de las capacidades para dedicarse a la política requiere de otros métodos.

Cuando un presidente es elegido mediante unas elecciones democráticas, o un ministro es elegido a dedo por éste, se dispone a realizar una función importantísima y trascendental, una función que nos va a afectar a todos en grado sumo y que entre otras muchas cosas va a decidir el tipo de educación que los ciudadanos recibamos,  las condiciones de trabajo que tengamos que soportar en nuestra vida laboral, las prestaciones sociales a las que tenemos derecho si estamos en alguna situación de incapacidad, o los obstáculos con los que nos encontremos cuando necesitemos con urgencia que nos atiendan en un hospital. Ante semejante responsabilidad ¿no sería conveniente e incluso necesario que los ciudadanos tuvieran cierta tranquilidad y cierta seguridad, de que quien se ocupe de estas tareas no va a llevar a cabo determinaciones que puedan arruinar sus vidas durante años? ¿Qué garantías tenemos los ciudadanos de que estas personas están capacitadas para resolver eficazmente nuestros problemas? ¿Quién se encarga de asegurar que estas personas poseen las habilidades y destrezas necesarias para ocupar un cargo de ese tipo? ¿Por qué en política no tenemos este tipo de garantías y sin embargo en otros asuntos de la vida pública sí las tenemos?

Desde el comienzo de nuestra democracia han sido muchos los políticos - presidentes de gobierno, ministros, presidentes de comunidades autónomas, alcaldes, concejales – que se han ocupado de nuestros intereses. Y desde entonces han sido muchos los que han hecho una labor encomiable, hasta el punto de que algunos ciudadanos muestran un enorme agradecimiento hacia ellos. Pero también es verdad que algunos otros han demostrado ser unos auténticos ineptos y eso ha provocado un perjuicio –a veces muy grave- a los ciudadanos. Está claro que “en todos los lugares cuecen habas”, y que en todos los trabajos y profesiones nos encontramos con personas muy válidas y con otras que lo son mucho menos. Pero en el caso de la política, debido a las tareas tan importantes de las que se ocupa, ¿no sería conveniente e incluso necesario ser mucho más exigente con las cualidades que deben reunir nuestros futuros representantes para minimizar los daños que estos pueden provocar? ¿No es posible prever que un determinado aspirante a un cargo político no va a ser capaz de afrontar satisfactoriamente los cometidos que su posición le obliga a realizar? ¿No se deberían exigir ciertas aptitudes, cualidades, capacidades, destrezas y habilidades que transmitan a los ciudadanos la seguridad de que la gestión política y dadas las circunstancias del momento, va a ser mínimamente aceptable?

A lo largo de los últimos años hemos visto incluso alguna situación de riesgo extremo, cuando algún que otro personaje grotesco, extravagante, que se gana la vida haciendo el ridículo de la manera más repugnante, ha tenido la desfachatez de presentarse a unas elecciones como quien se presenta a un “reality show” televisivo. Afortunadamente la cosa no ha llegado a mayores gracias a la responsabilidad de la mayoría de los ciudadanos, pero, ¿qué hubiera pasado si éstos le hubieran dado su apoyo? Ante despropósitos tan palmarios como éste, ¿merecemos los ciudadanos que se ponga en riesgo nuestro bienestar? ¿Tenemos que resignarnos a la posibilidad de que una persona de características similares pueda acceder a las labores de un gobierno y arruinar nuestras vidas? ¿No debería nuestro sistema de derecho disponer de algunos mecanismos que custodien nuestro futuro?

Habrá ciudadanos que piensen que esas garantías que necesitamos vienen dadas en los programas políticos de los diferentes partidos, como si un programa político fuera un libro de instrucciones que hay que seguir para combatir las vicisitudes a las que nos enfrentamos diariamente. Y habrá quienes crean que al ser los ciudadanos los que elegimos a nuestros representantes, las garantías vienen dadas por nuestra elección, sin darse cuenta de que muchas veces estamos obligados a elegir entrelo malo y lo peor. Como prueba de esto, hagamos memoria de lo que ocurrió en la Alemania de 1933; un Adolf Hitler que había plasmado su pensamiento años antes en su famoso “Mein Kampf” fue elegido mayoritariamente por los ciudadanos. Lo que vino después, ya lo conocemos todos.

Llegado a este punto, podríamos decir que la voluntad no basta para gobernar –tampoco el talante como alguno creía- sino que todo gobernante debe de reunir una serie de cualidades y cumplir una serie de condiciones. Algunas son evidentes: Por ejemplo, desde el punto de vista moral, nadie debería llegar a un gobierno si previamente no se ha comprometido con la libertad y opuesto tajantemente y sin titubeos al terrorismo. Y es esto precisamente lo que requiere un debate y una discusión: la necesidad de establecer unas condiciones y cualidades mínimas que todo gobernante debe reunir, con el objeto de que si bien no nos aseguran que todo será maravilloso, al menos, fortalezca nuestra confianza en quienes nos representan.

Considero que es una necesidad imperiosa porque el principal problema de la política son los propios políticos. Los ciudadanos no solamente nos tenemos que enfrentar a los problemas que la vida cotidiana nos presenta, sino que además, nos vemos obligados a soportar los daños que la ineptitud de algunos provoca. No se trata ni mucho menos de convertir nuestra democracia en una aristocracia, y tampoco de pretender que nuestros representantes no comentan equivocaciones ni errores ya que esto es inherente a la condición humana, sino de establecer unas condiciones mínimas y suficientes, - que nada tienen que ver con ideologías -,  que nos permitan ver el futuro con un poco más de optimismo.